Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste
Publicado en suplemento 'Cultura/s', La Vanguardia, Barcelona - Número 273
Se consolida en nuestra cultura un espíritu que tiende a revalorizar el disfrute de lo que se califica comúnmente como 'placeres sencillos'El espíritu moderno de principios del siglo XX concibió la cocina desde criterios de máxima eficiencia En boca de los arquitectos actuales proliferan las analogías entre el hecho culinario y el hecho arquitectónico, reconociendo que construir y cocinar son dos actividades esencialmente humanas, indispensables para la supervivencia y el bienestar desde el origen; así como emparentando la sensibilidad que requiere el acto de cocinar y degustar un plato bien preparado con la de disfrutar las cualidades materiales y espaciales de un edificio. Híbridos entre arte y artesanía, cocinar y construir son actividades que se basan en lograr la armonía entre proporciones, en dar forma a la combinación de unos elementos, en la apreciación de las cualidades de color, sabor y olor de unos materiales y un buen tratamiento que los potencie para extraer de ellas su belleza.
Gradualmente se empieza a consolidar en nuestra cultura un espíritu que tiende a revalorizar el disfrute de lo que se califica comúnmente como placeres sencillos,aludiendo a un deseo por recuperar la pureza en nuestras vivencias sensuales para intensificarlas. Sin duda una reacción a este tiempo de experimentaciones culinarias y arquitectónicas que, persiguiendo una sofisticación extrema, resultan a menudo en desvirtuaciones que niegan o subvierten la experiencia de los sentidos y del objetivo primordial de proveer bienestar al cuerpo y el alma.
La publicación del volumen The Architect, The Cook and Good Taste dedicado a especular sobre esas analogías entre gastronomía y arquitectura- constata el deseo de reelaborar una aproximación a lo sensual para nuestra cultura, recuperar una actitud hedonista que enriquezca el sentido del arte de vivir no fundada en el exceso ni la artificiosidad.
Tanto el mundo de los cocineros como el de los arquitectos han tendido en los últimos años a la banalización mediática, creando estrellas que seducen al poder y son entronizadas más por sus excentricidades que por sus méritos en el trabajo sobre sensibilidades y disfrutes colectivos. La cocina y la arquitectura comparten un hecho fundamental: que además de actuar sobre la creación de sensaciones - que es en sí un hecho importantísimo- están destinadas a satisfacer nuestras necesidades primarias. Y sobre este hecho es necesario reflexionar, desde el recordatorio de que están obligadas a cumplir una función fundamental y que una vez satisfechas las necesidades nutritivas y de cobijo, deben seguir actuando sobre el disfrute y el placer de todos. Estas condiciones desaparecen a causa de esa banalización, que construye una falsa sublimación que las despoja de su carácter de creaciones vinculadas a lo profundamente humano.
Las actuales formulaciones arquitectónicas sobre la cocina reflejan su concepción ideal como un lugar agradable para reunirse y disfrutar del gusto de una comida hogareña bien preparada, una noción en la que pervive latente la concepción ancestral del espacio en torno al fuego como símbolo del cobijo protector del hogar y eje en torno al cual se congregaba una colectividad, vinculándose a ese lugar. Sin embargo, la expresión de esa construcción cultural dentro de las costumbres y planteamientos arquitectónicos de nuestro tiempo es reciente. Durante siglos, para las clases altas y burguesas la cocina fue un ámbito aislado en lo posible del resto de ámbitos domésticos; un elemento rudimentario en un rincón de la casa en las de las clases trabajadoras. Pero, no obstante, perviviendo en la psique como la imagen signo del hallarse protegido (física y emocionalmente) bajo cobijo. Surgido a partir de los avances técnicos de la Revolución Industrial, el espíritu moderno principios del siglo XX concibió la cocina desde criterios rigurosamente racionalistas de máxima eficiencia. Los actos de cocinar y comer se asumían desde esos mismos parámetros mecanicistas, negándoles desde ese criterio su trascendencia como actos procuradores de bienestar y despojando al ámbito de la cocina de ese papel simbólico de importancia psicológica fundamental.
La arquitectura comienza a citar a Kant para reivindicar la trascendencia de la vivencia sensual en lo cotidiano y la necesidad de plantear esto desde niveles distintos a los de la asepsia de ciertos discursos teóricos sobre estética y fenomenología del espacio. Esto no se traduce únicamente en el cuidado con que se diseñan nuevos prototipos integrando un buen equipamiento culinario y un espacio agradable sino en el afianzamiento en la mente del arquitecto de la necesidad de imbuir a su propia actividad de una presencia directa de los sentidos.
El gusto no se restringe al paladar, sino que es una sensación construida también a través de la reacción olfativa y visual ante un alimento. Por esta complejidad inherente a la construcción sensorial, el gusto deviene una sólida referencia que inspira conceptual y materialmente a la arquitectura en la búsqueda de unas cualidades fundamentales nacidas de una postura de honesta e intensa entrega a nuestros cinco sentidos.
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